La incorporación de sustancias a los productos alimenticios, aunque de forma accidental, posiblemente tenga sus orígenes en el Paleolítico: la exposición de los alimentos al humo procedente de un fuego favorecía su conservación. Posteriormente, en el Neolítico, cuando el ser humano desarrolló la agricultura y la ganadería, se vio obligado a manipular los alimentos con el fin de que resulten más apetecibles o que se conserven mejor. Con el primer objetivo se utilizaron, entre otros, el azafrán y la cochinilla; con el segundo se recurrió a la sal y al vinagre.
El empleo de estas y otras muchas sustancias era empírico, pero con los avances experimentados por la química en el siglo XVIII y con las nuevas necesidades de la industria agroalimentaria del siglo XIX, la búsqueda de compuestos para añadir a los alimentos se hace sistemática. No es hasta finales de esta centuria cuando en el lenguaje alimentario se incluye el término aditivo.
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