Si algo deja claro la era Trump es que en la batalla por la conquista de la opinión pública lo que menos importan son los hechos, los argumentos o ese espejismo que el periodismo siempre buscaba y le llamaba “la verdad”. En los tiempos de “las benditas redes” lo que domina son las emociones. Sobre todo, el miedo y odio. Además, está plenamente demostrado, incluso a nivel neurológico, que el cerebro humano procesa los estímulos emocionales con independencia al proceso racional del pensamiento.
No es casualidad que una herramienta favorita de algunos profesionales de la propaganda digital venga del negocio de la pornografía, pues las mismas “deep-fakes” que utilizan recursos de inteligencia artificial para manipular imágenes y videos, tienen un poder cuasi nuclear en la construcción o destrucción de una narrativa pública. En el mundo de hoy es bastante sencillo fabricar imágenes y videos en el que un presidente aparezca haciendo o diciendo cualquier barbaridad. Eso, en la era de la comunicación digital –instantánea, global e interactiva–, es más que suficiente para derrumbar los grandes paradigmas del periodismo tradicional.
Por supuesto que la debilidad del periodismo de datos no es exclusiva de Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña o México. Como pasó en la vieja industria de la música del vinil y la payola ante el primer boom del internet, la televisión, el radio y por supuesto los medios de papel están dejando paso a nuevas plataformas nacidas en la última generación a partir de un difuso sueño de comunicación libre, abierta y horizontal que, supuestamente, fortalecerían la democracia en el todo el mundo. ¡Cuánta ingenuidad!
En unos pocos años pasamos de la personalidad cool y las playeras grises de Mark Zuckerberg al sabotaje de la elección presidencial de Estados Unidos; de twitter y los videos virales de la “blue bra girl” en la Primavera Árabe, a los estallidos matutinos del señor Trump, cuyos tuits se asemejan más a Los Pájaros de Hitchcock que a la pequeña ave azul de las redes.
Un botón de muestra, México: en un suspiro pasamos de la “prensa vendida” y el “Jacobo dice”, al reino de los bots, los linchamientos virtuales y la construcción de consensos públicos a partir de las fórmulas dignas de Herr Goebbles: los insultos, la retórica binaria y, por supuesto, la repetición. La información pasó de ser una pieza para construir conocimiento, a un producto que se usa para fabricar percepciones.
Cierto que “el periodismo goza de cabal salud” y tanto en algunos viejos medios (The New York Times, Washington Post) como en nuevas plataformas (Netflix, Vice y otras) es posible encontrar grandes historias de calidad internacional. Es posible pensar que el oficio de contar historias podría haberse fortalecido. Sin embargo, difícilmente se podría decir lo mismo del modelo de negocio del siglo pasado con que los medios sostenían a sus periodistas. Y mucho menos en el caso de la mayor parte de las empresas de televisión abierta en el mundo o las propias cadenas de noticia que hoy funcionan más como trincheras muy poco disimuladas de una brutal disputa por una narrativa dominante entre las élites del poder.
Hoy que los vientos de la polarización recorren el planeta, la batalla por las pantallas es cada día más feroz:
Son esas grandes empresas que van por una cotización en los mercados financieros del millón de millones de dólares, cada una; son los nuevos monopolios que marcan el ritmo de toda la industria de la información y las comunicaciones. Y hay que puntualizarlo: ellos no son el principal desafío a la versión romántica sobre todo el bien que nos traería la era digital. Al destruir el marco legal que sostenía la “net neutrality”, las grandes empresas dueñas de esa gran maraña de cables físicos sobre los cuales se levanta la comunicación digital y que, además, ya controlan a enormes conglomerados de producción de contenido, son las entidades que cuentan con más armas para controlar las narrativas públicas.
Aunque tanto la masificación de la telefonía G5, como la continua expansión de quienes tienen acceso al internet (media humanidad) permiten asegurar la expansión de la realidad virtual –como la imaginó Ernest Cline en su Ready Player One–, la otra realidad virtual, esa en la que habitan quienes viven dentro de la narrativa de amor o de odio al Peje y su 4T, los que apoyan o rechazan el muro de Mr. Trump, los pro o los anti Brexit, también crece a toda velocidad. Quizás, en este nuevo universo digital en que vivimos muy pronto cada quién habitará dentro de su propia realidad.
Escrito por: César Romero
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